«Tan-Tan-Tan»: un cuento made in El Salvador

Ilustración por: Ricardo Flores

Tan-Tan-Tan

r o d r i g o   b a r b a

Estas son nuestras catedrales, los centros comerciales. Tan grandes, tan lujosos y  llenos de una vida tan ajena a nosotros.

Tan-tan-tan, como una canción que se repite en tu mente.

Tan-tan-tan, como un trío de palabras que te perforan el cráneo por las noches, al dormir, al despertar, al sentir que el mundo se te va de las manos.

Tan-tan-tan: comprar, gozar, salir. Comprar-gozar-salir.

Y ahí va Ernesto, camina por los pasillos del centro comercial dispuesto a comprar, a gozar, a salir. Ernesto lleva treinta años trabajando en el correo, y lleva sesenta años de estar vivo, aunque en realidad de estar vivo solo lleva esa misma mañana en que acaba de retirar su documento de jubilación. Quiere gastar dinero, ya tiene asegurada una pensión y una casa donde esperar la muerte. Ahora toca gastar. Entra a lugares deportivos, entra a lugares de mercancía electrónica. Entra a todos los lugares que lo hacen sentir como un macho, pero él ya no siente nada de eso, se siente, en cambio, ridículo. Quiere ver mujeres, en todo caso. Así es que decide irse a un lugar de lencería. Entra y la dependienta le pregunta que en qué puede ayudarlo. Él no sé, no sé, la verdad. Y ella Yo puedo ayudarlo, si lo necesita, para quién andaba buscando. Y él para mi mujer, ando buscando algo que le quede ajustado, que me enseñe, pero que no me lo enseñe todo. Ella ¿qué edad tiene su mujer? Él la misma edad de usted, 21, 22 como mucho. Ella incrédula, ella viéndolo con suspicacia porque piensa que le miente, piensa que es uno de esos depravados que entran a las tiendas de lencería a ver cómo pueden ligar con las dependientas. Ella lo molesta entonces, deme más detalles de su mujer, le dice. Es alta, dice él, es esbelta, tiene una cintura hermosa y unos senos como dos melocotoncitos dulces recién bajaditos del árbol… (y en medio de sus descripciones Ernesto se da cuenta que ya llegó a la ridiculez otra vez, además, los senos de su mujer son inmensos, el ejemplo de los melocotoncitos era inadecuado, entonces decide salir del lugar y sentarse en una de esas bancas que están entre pasillo y pasillo del centro comercial. Se sienta y revisa sus manos: arrugadas, sucias, tristes. Revisa los vellos de su antebrazo: blancos, melancólicos. No —dice para sí mismo—, no le tengo miedo a la muerte. Y levanta su mirada al brillo del centro comercial, a las luces que lo hacen sentir poderoso e infinito. No, dice, no le tengo miedo a la muerte si estoy con toda esta luz que me acompaña. Y entonces un hombre se sienta a la par de él. Un hombre mucho más joven, pero más destruido, de esos que parecen sacados de un barrio de mala muerte. Me llamo Claudio, dice, y le sonríe. Ernesto, dice él sin más. Bien, bien, ¿y en qué anda maishtro? Ando comprando porque me acabo de jubilar. ¿Ah, sí?, qué bueno, sígame, entonces. Y el tal Claudio se levanta y empieza a caminar, con sus pantalones flojos y su camisa de botones larga y de fuera. Ernesto lo sigue a lo largo de varios pasillos. Somos como gusanos, dice Claudio, somos como gusanos que surcan la tierra. Sí, responde Ernesto aunque en realidad no entiende eso de los gusanos y la tierra. Por fin llegan a una puerta que dice solo personal autorizado. Entran. Ernesto ¿seguro que podemos pasar por aquí? Claudio Sí, sí, vamos, sígame. Están en una bodega, donde hay cajas, caminan entre pasadizos de cajas y Claudio ahora somos como pájaros que construyen un nido. Y Ernesto sí, eso somos, una vez más, sin comprender las analogías. Llegan a una especie de camino sin salida, donde solo hay cajas y cajas inmensas que tienen postales de todas partes del mundo, Nigeria, México, Tailandia, Rusia, Ángola, España, Honduras, Cuba. Agachate, le dice de pronto Claudio a Ernesto y Ernesto que se agacha y sin pensarlo le baja el zipper a Claudio, extrae el miembro flácido y se lo introduce a la boca. Claudio Ahora somos como peces que nadan libres en el océano infinito. Jí, logra articular Ernesto con la boca llena…) Señor, dice la dependienta, ¿qué le pasa?

Nada, nada, responde Ernesto, solo estaba pensando en qué talla es mi mujer, pero olvídelo, me voy. Y la dependienta se cruza de brazos, lo mira avanzar a través de la tienda hasta la salida con pasos torpes y con una dirección difusa. Pobre hombre, piensa, tal vez estuvo en la guerra.

Y Ernesto se funde con la apabullante luz del centro comercial.

Tan-tan-tan.