En 2016 dormí a un costado del volcán de fuego, vi sus ráfagas y nubes de cenizas casi a mi propia altura. Luego de una noche de lluvia y frío extremo, lo vimos juntos, él y yo, desde aquel Acatenango de 4000 metros, una experiencia más en nuestras vidas, el volcán más difícil de escalar.
Sangre joven, aventura extrema, lluvia, frío y poca experiencia. No sabíamos a qué temer si al gigante que rugía frente a nosotros o a morir congelados y despiertos. Fue bonito el espectáculo, pirotecnia real en la noche y pleno día, como pequeños tiros al aire nuestro ruidoso vecino se pavoneaba para dar de qué hablar.
Este junio, en 2018, el Volcán de Fuego, nuestro volcancito de fuego, nuestro primer volcán, hizo erupción sin avisar, un domingo cualquiera. En estos momentos la ceniza invade Antigua Guatemala y decenas de pueblecitos más. Guatemala está triste, llueve, llueve agua, llueve lava y cenizas, qué triste nuestro corazón, Centroamérica duele, nos duele a vos y yo.