Por: Mauricio Vallejo Márquez, Escritor y Jurisconsulto
En muchos momentos de su historia, el ser
humano se ha visto obligado a emigrar, así fue poblando cada uno de los
rincones del planeta y dejando otros. Ninguna civilización es estática, en algún
momento su ascendencia tuvo que dejar la tierra donde nació. Así como existirá
la ocasión en que su descendencia tendrá que buscar un nuevo país y
oportunidades.
La comodidad y
la seguridad jamás nos harán movernos, quien se siente cómodo no tendrá deseos
de moverse a menos que tenga ambición por algo mejor o busque algo diferente.
Esa relativa paz que implica tener techo, lecho y mesa son suficientes para ser
sedentarios como nos demuestra la historia de la humanidad: tener las
necesidades básicas resueltas logra que nos adaptemos a vivir en la
cotidianidad sin importar que existan otros problemas. Nadie que esté bien y
sea bien tratado querrá irse, es lógico. Sin embargo, el ser humano no puede
quedarse tranquilo si su vida está amenazada y existe una opción para estar a
salvo o un poco mejor.
No es posible
quedarse de brazos cruzados si el mundo se nos viene encima, no podemos estar
más de tres días sin comer. Por ello, muchas de las naciones que enfrentan
hambrunas, guerras o persecución terminan desarraigándose y se dan las
emigraciones. No importa religión, nacionalidad o raza, la gente busca
sobrevivir, así que se dirige dónde cree que existe esperanza. Los africanos
buscan Europa, los latinoamericanos buscan los Estados Unidos y Canadá. Los que
han perdido la esperanza en sus países, buscan cualquier otro que les brinde un
poco de certidumbre. Por eso los salvadoreños están en todo el mundo, porque
buscaron otras oportunidades en medio de la guerra, el hambre y la miseria
seccionada.
En El Salvador,
la gran mayoría vivimos en indigencia, tomando en cuenta lo que la Real
Academia de la Lengua afirma sobre este término: “falta de medios para
alimentarse y vestirse”. El salario mínimo consta de $300 dólares, dinero que
es insuficiente para llenar las necesidades básicas. Vivir en el Salvador no es
igual de caro que New York, pero tampoco existe equidad con el salario, si el
arrendamiento de un apartamento de la Zacamil cuesta $175 dólares. ¿Cuánto le
queda a la gente para comer, vestirse, servicios y medicina? Si la suerte le
favorece y nunca se enferma ni le rentan los grupos delictivos quizá sobreviva,
pero jamás prosperará. Y la brecha entre los que tienen oportunidades gracias
al amiguismo, los contactos o la pernada (todo producto de la inmensa corrupción
en la que vivimos) se hace cada día más grande. Y como en un campo de
concentración nazi, sus habitantes sobreviven como pueden y se olvidan de la
compasión y la solidaridad.
“Son pobres
porque quieren”, “hay que enseñarles a pescar, no darles de comer” y muchas
frases más las he escuchado toda mi vida. Al parecer la pobreza es algo
voluntario, para algunos. En tanto que el pobre no encuentra más solución que
la delincuencia, la corrupción o la emigración para poder crecer, para tener
algo.
Triste. Nuestro
país da tristeza, su falta de oportunidades, sus límites, su egoísmo. ¿Por qué
no se puede ser correcto? ¿Por qué el correcto es ninguneado y sepultado? ¿Por
qué el más pícaro es el que está bien? ¿Por qué al que roba millones no le pasa
nada? Muchas de estas preguntas se las hacen los que perdieron la esperanza acá
y le apuestan a la incertidumbre con mayor convicción que a la realidad.
Miles de
personas toman unas cuantas prendas en una mochila, algo de dinero y se dirigen
al Norte, a dónde las fronteras están cerradas si no pagaste $160 dólares y un
cónsul te dio el aval. Miles de personas se dirigen a un país donde los
latinoamericanos pobres son vistos como invasores y ladrones. Personas que
pueden morir en la travesía, como muchos que no les pagaron a los narcos que
cobran por el paso o por subir a “la Bestia”, o como los que el desierto les
resulta demasiado pesado.
“¿Por qué se
van? ¡Que luchen acá!”, dicen los que tienen lecho, techo y mesa. Pero el que
se ha vestido de hambre demasiado tiempo no tiene razón para seguir haciéndolo.
Y aunque no sea seguro que lleguen a su destino, cualquier destino en el que no
estén amenazados por las pandillas, por la corrupción del gobierno, por la
voraz desigualdad social y la miserable paga: es mejor.
El Salvador es
un caos, en el que la gente se acostumbró a vivir. Nos adaptamos a ser
maltratados, ninguneados e ignorados entre nosotros mismos, por nuestro
miserable egoísmo, por los políticos que llegan al poder a resolver sus vidas,
las de sus familias, amantes y amigos. Mientras la gente en la llanura se
conforma con alimentarse de las deposiciones de los que tienen mejor “suerte”.
Pero los gobiernos en turno le arrojarán la culpa a la administración anterior
y así sucesivamente, sin asumir que son parte del problema, porque no buscan
soluciones reales, porque solo les importa tener su salario y exprimir lo que
puedan mientras puedan. ¡Que los demás se mueran de hambre y emigren! A los
políticos solo les importa ganar elecciones; y a los empresarios aumentar sus
ingresos.
Y en un lugar
donde prima la frase “sálvese quien pueda”, lo mejor parece ser huir de ahí.